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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2008-04-16 | [Ce texte devrait être lu en espanol] | Inscrit à la bibliotèque par Daniel Lacatus
Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesÃa,
y dejando el navÃo y el muelle, por callejas (entre el polvo mezclados pétalos y escamas), llegué a la plaza, donde estaban los bazares. Era grande el calor, la sombra poca. Con el pecho desnudo iba, distraÃdo como si familiares fuesen la villa y sus costumbres, y miré en un portal al mercader de sedas que desplegaba una, color de aurora, frÃa a los ojos, sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza. Ante un ciego cantor estuve largo espacio, único espectador, y parecÃa cantar para mà solo. Compré luego a una niña un ramo de jazmines amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio la dejadez extraña que empezaba a aquejarme. Desanudada la faja en la cintura, unos muchachos que pasaban, reÃan, volviendo la cabeza. Acaso me creyeron Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran como la noche, profundos y estrellados. La humedad de la piel pronto se disipaba por el aire ardoroso, a cuyo influjo mi pereza crecÃa. Me detuve indeciso, acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno. SeguÃ, por parajes nunca vistos, mas presentidos, igual a quien camina hacia cita amistosa. DeponÃa la tarde su fuerza, cuando al fin quise buscar reposo ante un umbral cerrado. Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban (acaso dormà mucho), y al abrirlos de nuevo ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente. Una presencia ajena pareció despertarme, porque al volver la cara vi una mujer, y sonreÃa. Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta ante demanda informulada, me miraba, insegura; aunque yo nada dije, con gesto silencioso, invitándome adentro, me tomó de la mano. La seguÃ, con recelo más débil que el deseo. La sala estaba oscura (ya caÃa la tarde). Sobre la estera habÃa almohadas, un cestillo anidando manojos de magnolias mojadas, de excesiva fragancia. filtró la celosÃa unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto». Las pensé referidas a un camarada, quizá presagio de mi sino. Pero ella, atrayéndome a sÃ, sobre la alfombra el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina, frÃa, dura, flexible, escurridiza. Mis manos en sus pechos, su cintura quebrarse pareció al extenderme sobre ella, y en el silencio circundante, al ritmo de los cuerpos, oà su brazalete, queja del ave fabulosa que escapaba. La oscuridad llenó la sala toda cuando saciado y satisfecho quise irme. En la puerta (ella como mi sombra me seguÃa), al cruzar su dintel, sentà que entre mis dedos quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo. Mucho tiempo ha pasado. No aceptara revivir otra vez esta existencia. Mas no sé qué darÃa por sólo aquel instante revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente al destino, ni el destino tentarse dejarÃa. Cuando el recuerdo asà vuelve sobre sus huellas (¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?). Es que a él, como a mÃ, la vejez vence; y acaso ya no tengo lo único que tuve: Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.
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