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■ L'hiver
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-10-25 | [Ce texte devrait être lu en espanol] | Inscrit à la bibliotèque par Daniel Nuñez del Prado Justo La "Muerte Roja" habÃa devastado el paÃs durante largo tiempo. Jamás una peste habÃa sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenÃa la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la vÃctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatÃa, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplÃan en media hora. Pero el prÃncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadÃas fortificadas. Era ésta de amplia y magnÃfica construcción y habÃa sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del prÃncipe. Una sólida y altÃsima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. HabÃan resuelto no dejar ninguna vÃa de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesÃ. La abadÃa estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podÃan desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El prÃncipe habÃa reunido todo lo necesario para los placeres. HabÃa bufones, improvisadores, bailarines y músicos; habÃa hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja. Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacÃa los más terribles estragos, el prÃncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayorÃa de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galerÃa en lÃnea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galerÃa. Pero aquà se trataba de algo muy distinto, como cabÃa esperar del amor del prÃncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podÃa abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros habÃa un brusco recodo, y en cada uno nacÃa un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguÃa el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenÃan vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenÃa tapicerÃas azules, vÃvidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerÃas y ornamentos purpúreos, y aquà los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta habÃa sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecÃa completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondÃa a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenÃan un color de sangre. A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecÃan aquà y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no habÃa lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujÃas o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galerÃa, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trÃpodes que sostenÃan un Ãgneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. ProducÃan en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrÃas colgaduras, producÃa un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allà los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero habÃa completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacÃa un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veÃan obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecÃan y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacÃan en la asamblea; los músicos se miraban entre sÃ, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometÃan en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocarÃa en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacÃan el desconcierto, el temblor y la meditación. Pese a ello, la fiesta era alegre y magnÃfica. El prÃncipe tenÃa gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrÃan haber creÃdo que estaba loco. Sus cortesanos sentÃan que no era asÃ. Era necesario oÃrlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El prÃncipe se habÃa ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto habÃa guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. VeÃanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veÃanse fantasÃas delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movÃa, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rÃgidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trÃpodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombrÃa alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oÃr las máscaras entregadas a la lejana alegrÃa de las otras estancias. Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latÃa el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oÃrse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debÃa tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no habÃa llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenÃa lÃmites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del prÃncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecÃan sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecÃa de tal manera al semblante de un cadáver ya rÃgido, que el escrutinio más detallado se habrÃa visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podÃa tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se habÃa atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, asà como el rostro, aparecÃan manchados por el horror escarlata. Cuando los ojos del prÃncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas! Al pronunciar estas palabras, el prÃncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el prÃncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano. Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el prÃncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al prÃncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado habÃa producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y asÃ, sin impedimentos, pasó éste a un metro del prÃncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedÃa en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo habÃa distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allÃ, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el prÃncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardÃa, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguÃa alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caÃa resplandeciente sobre la negra alfombra, y el prÃncipe Próspero se desplomaba muerto. PoseÃdos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecÃa erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habÃan aferrado no contenÃan ninguna figura tangible. Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. HabÃa venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgÃa manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trÃpodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo. |
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