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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-09-27 | [Ce texte devrait être lu en espanol] | Inscrit à la bibliotèque par Liliana Ochoa Moscoso No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estarÃa si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mà han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mÃa, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitÃan tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentÃa más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibÃa. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. Me casé joven y tuve la alegrÃa de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdÃa oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. TenÃamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludÃa con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. Plutón -tal era el nombre del gato- se habÃa convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguÃa por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mà en la calle. Nuestra amistad duró asà varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. DÃa a dÃa me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacÃa con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. Una noche en que volvÃa a casa completamente embriagado, después de una de mis correrÃas por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mà una furia demonÃaca y ya no supe lo que hacÃa. Fue como si la raÃz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrà mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgÃa nocturna, sentà que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundà en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecÃa sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huÃa aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatÃa de un animal que alguna vez me habÃa querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caÃda final e irrevocable, se presentó el espÃritu de la perversidad. La filosofÃa no tiene en cuenta a este espÃritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sà mismo cien veces en momentos en que cometÃa una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debÃa cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espÃritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caÃda final. Y el insondable anhelo que tenÃa mi alma de vejarse a sà misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que habÃa infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre frÃa, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me habÃa querido y porque estaba seguro de que no me habÃa dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabÃa que, al hacerlo, cometÃa un pecado, un pecado mortal que comprometerÃa mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo dÃa en que cometà tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al dÃa siguiente del incendio acudà a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habÃan desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido habÃa quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuà a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habÃase reunido frente a la pared y varias personas parecÃan examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecÃa la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenÃa una nitidez verdaderamente maravillosa. HabÃa una soga alrededor del pescuezo del animal. Al descubrir esta aparición -ya que no podÃa considerarla otra cosa- me sentà dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que habÃa ahorcado al gato en un jardÃn contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud habÃa invadido inmediatamente el jardÃn: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habÃan tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caÃda de las paredes comprimió a la vÃctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espÃritu un sentimiento informe que se parecÃa, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituÃan el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos habÃa estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenÃa el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubrÃa casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo habÃa visto antes ni sabÃa nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando me disponÃa a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permità que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentà nacer en mà una antipatÃa hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que habÃa anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mà me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo vÃctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traÃdo a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseÃa en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habÃan sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. El cariño del gato por mà parecÃa aumentar en el mismo grado que mi aversión. SeguÃa mis pasos con una pertinencia que me costarÃa hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venÃa a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metÃa entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentÃa paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. Aquel temor no era precisamente miedo de un mal fÃsico y, sin embargo, me serÃa imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sÃ, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que serÃa dado concebir. Más de una vez mi mujer me habÃa llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituÃa la única diferencia entre el extraño animal y el que yo habÃa matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me habÃa parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temÃa y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patÃbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonÃa y de la muerte! Me sentà entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante habÃa yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de dÃa ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De dÃa, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mà lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolÃa habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente vÃctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. Cierto dÃa, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habÃan detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demonÃaca, me zafé de su abrazo y le hundà el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre frÃa a la tarea de ocultar el cadáver. SabÃa que era imposible sacarlo de casa, tanto de dÃa como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenÃa arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercaderÃa común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidà emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus vÃctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no habÃa dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veÃa la saliencia de una falsa chimenea, la cual habÃa sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, serÃa muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mamposterÃa en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguÃa del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentà seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. HabÃa barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "AquÃ, por lo menos, no he trabajado en vano". Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me habÃa decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mÃ, su destino habrÃa quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y asÃ, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sÃ, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron el segundo y el tercer dÃa y mi atormentador no volvÃa. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo habÃa huido de casa para siempre! ¡Ya no volverÃa a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecÃa asegurada. Al cuarto dÃa del asesinato, un grupo de policÃas se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentà la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguà sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latÃa tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. HabÃa cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquà para allá. Los policÃas estaban completamente satisfechos y se disponÃan a marcharse. La alegrÃa de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. ArdÃa en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. -Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subÃa la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesÃa. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas habÃa cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonÃa y de los demonios exultantes en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese momento serÃa locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me habÃa inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡HabÃa emparedado al monstruo en la tumba! |
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