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■ Voir son épouse pleurer
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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-10-05 | [Ce texte devrait être lu en espanol] | Inscrit à la bibliotèque par Daniel Nuñez del Prado Justo ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad habÃa agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oÃdo era el más agudo de todos. OÃa todo lo que puede oÃrse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oà en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y dÃa. Yo no perseguÃa ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. QuerÃa mucho al viejo. Jamás me habÃa hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡SÃ, eso fue! TenÃa un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mà se me helaba la sangre. Y asÃ, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedÃ! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacÃa yo girar el picaporte de su puerta y la abrÃa... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reÃdo al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movÃa lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenÃa la cabeza completamente dentro del cuarto, abrÃa la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! SÃ, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujÃan las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el dÃa, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo habÃa pasado la noche. Ya ven ustedes que tendrÃa que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormÃa. Al llegar la octava noche, procedà con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movÃa mi mano. Jamás, antes de aquella noche, habÃa sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahÃ, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reà entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentà moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabÃa que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguà empujando suavemente, suavemente. HabÃa ya pasado la cabeza y me disponÃa a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahÃ? Permanecà inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no movà un solo músculo, y en todo ese tiempo no oà que volviera a tenderse en la cama. SeguÃa sentado, escuchando... tal como yo lo habÃa hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oà de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocÃa yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormÃa, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecÃan. Repito que lo conocÃa bien. Comprendà lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reÃa en el fondo de mi corazón. Comprendà que habÃa estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. HabÃa tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". SÃ, habÃa tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se habÃa aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvÃa a su vÃctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movÃa a sentir -aunque no podÃa verla ni oÃrla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oÃr que volviera a acostarse, resolvà abrir una pequeña, una pequeñÃsima ranura en la linterna. Asà lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podÃa ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, habÃa orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oÃdos un resonar apagado y presuroso, como el que podrÃa hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguà callado. Apenas si respiraba. SostenÃa la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacÃa cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenÃa que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. SÃ, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavÃa algunos minutos y permanecà inmóvil. ¡Pero el latido crecÃa cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mÃ... ¡Algún vecino podÃa escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo habÃa sonado! Lanzando un alarido, abrà del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreà alegremente al ver lo fácil que me habÃa resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podrÃa escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo habÃa muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. SÃ, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve asà largo tiempo. No se sentÃa el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volverÃa a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplÃa mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondà los restos en el hueco. Volvà a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No habÃa nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba habÃa recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguÃa tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oÃan las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudà a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podÃa temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policÃa. Durante la noche, un vecino habÃa escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policÃa, habÃan comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. SonreÃ, pues... ¿qué tenÃa que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo habÃa lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se habÃa ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedà a los tres caballeros que descansaran allà de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi vÃctima. Los oficiales se sentÃan satisfechos. Mis modales los habÃan convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponÃa pálido y deseé que se marcharan. Me dolÃa la cabeza y creÃa percibir un zumbido en los oÃdos; pero los policÃas continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguÃa resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producÃa dentro de mis oÃdos. Sin duda, debà de ponerme muy pálido, pero seguà hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podÃa hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podrÃa hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policÃas no habÃan oÃdo nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecÃa continuamente. Me puse en pie y discutà sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecÃa continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecÃa continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podÃa hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me habÃa sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecÃa sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguÃan charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oÃan y que sospechaban! ¡SabÃan... y se estaban burlando de mi horror! ¡SÃ, asà lo pensé y asà lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonÃa! ¡Cualquier cosa serÃa más tolerable que aquel escarnio! ¡No podÃa soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentà que tenÃa que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡AhÃ... ahÃ!¡Donde está latiendo su horrible corazón! |
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